Cajal dedica tres capítulos del XIX al XXI a contar cómo avanzaron sus estudios de medicina en Zaragoza hasta conseguir el título de licenciado a sus 21 años. Destaca el interés y dedicación de su padre por el nuevo y definitivo rumbo que tomó su hijo, tanto que al poco tiempo compraron piso en Zaragoza y allí fueron a vivir. Juntos incluso ampliaron sus connocimientos sobre la profesión médica.
Dedica amplio espacio a hablar de sus profesores. En general tiene gran admiración por todos, aunque critica a veces lo repetitivo y poco vivo de sus explicaciones. Añade cómo en varias ocasiones terció en discusiones llegando incluso a reconocer falta de respeto y humildad ante algunos de ellos.
Don Jenaro Casas Decano de la Facultad de Medicina, de Zaragoza, y buen amigo de mi padre.
Añade también algunos acontecimientos que nos recuerdan sus habilidades con la honda, preparación física para ganar algún pulso o ponerse por delante de algún contrario para llamar la atención de alguna joven.
El autor a los dieciocho años, cuatro meses después de iniciada su manía gimnástica. Desgraciadamente, el desarrollo muscular casi monstruoso, logrado al año de ejercicios violentos, aparece en una fotografía tan empalidecida que es imposible reproducirla mediante el fotograbado.
Expone algunos datos sobre los contenidos de una de sus grandes dedicaciones, ser un gran lector de todo tipo de contenidos: en poesía Lista, Arriaza, Bécquer, Zoorrilla y especialmente Espronceda, en novela sobre todo las científicas de Julio Verne “De la tierra a la Luna” y otras, Víctor Hugo, e interés por la manía filosófica entendiendo mejor o peor a Berkeley, Hume, Fichte, Kant y Balmes, estimulándole especialmente el idealismo de Fichte.
Tanto le estimularon las lecturas que incluso escribió algunas poesías y una voluminosa novela biológica de carácter didáctico… en que se narraban las dramáticas peripecias de cierto viajero que, arribado, no se sabe cómo, al planeta Júpiter, topaba con animales monstruosos, diez mil veces mayores que el hombre, aunque de estructura esencialmente idéntica. En parangón con aquellos colosos de la vida, nuestro explorador tenía la talla de un microbio: era, por tanto, invisible. Armado de toda suerte de aparatos científicos, el intrépido protagonista inauguraba su exploración colándose por una glándula cutánea; invadía después la sangre; navegaba sobre un glóbulo rojo; presenciaba las épicas luchas entre leucocitos y parásitos; asistía a las admirables funciones visual, acústica, muscular, etc., y, en fin, arribado al cerebro, sorprendía —¡ahí es nada!— el secreto del pensamiento y del impulso voluntario.
Retrato del autor al acabar la carrera Adviértase el aspecto hosco y huraño de la expresión.
Todo el material y las fotos están sacados de “Mi infancia y Juventud”, centro virtual cervantes